Suenan los palillos y saltan alegres las guitarras. Peret, un gitano catalán, canta una rumba, comienza la jarana, el ambiente se anima, todo el mundo baila, los pies taconean sobre el suelo de tablas, y ya, para más bullicio, repican más fuerte las palmas.
Encarna ya no se contiene, le sobra la silla y le aprieta la falda, la gente la llama y dice que no, que luego las baila, pero la sangre le bulle y, de un brinco, se planta en la carpa.
Rosa, siguiendo el compás con los dedos, permanece sentada, mira hipnotizada los colores vivos de los volantes de Encarna, y, poco a poco, se aleja la música, y, poco a poco, las luces se apagan.
Todo queda en silencio para ella y, de un golpe, estalla un fogonazo, un resplandor envuelto en humo, polvo y fuego: los recuerdos la inundan, y las emociones la arrasan.