Entrevista a Max Saif

– Max, ¿cómo te ves a ti mismo cuando escribes?

– Escribir supone muchas horas de concentración y trabajo, pero lo primero es tener claro qué es lo que quieres contar y cómo lo quieres decir. Cuando escribo, yo veo el relato como una obra de teatro improvisada. El escritor pone en el escenario la situación de partida de la historia que tiene en mente, la primera fotografía, define los personajes que van a actuar, penetra en su psicología y en el contexto de la escena, y, a partir de ahí, los deja fluir por sí mismos. Es preciso permitir que ellos definan su propia ruta a lo largo de la trama, y, para eso, el autor debe tener la mente libre y relajada. Indudablemente, de cuando en cuando, ellos –a los personajes me refiero–, te preguntarán: ¿y ahora por dónde voy?, ¿qué hago?, ¿qué decido?, y es aquí donde el escritor ha de indicarles qué camino tomar. En definitiva, al finalizar el acto, recoloca de nuevo la situación y pasa a la siguiente escena.

– ¿Cómo ves el oficio de escritor?

– Pues, básicamente, lo que le he comentado: escribir –para publicar, se entiende– es un trabajo. Es apasionante proyectar sobre el papel la historia y presentar los personajes, pero estructurarla correctamente y hacerla entendible para el lector es una tarea dura y constante. Lo más lucido, lo más visible para el público en general, es la parte inicial, la de la creatividad (los personajes, la trama, el estilo, el contexto…), pero detrás de ella hay un conjunto de tareas sin las cuales un libro, un buen libro, no puede existir. Me refiero, lo primero, a la documentación que toda obra requiere, es decir, conocer o aprender –documentándose– sobre todo lo que compone la escena: la época, los personajes, el entorno que les rodea, los personajes principales y secundarios, cómo visten, etcétera. Una escena descrita con granularidad suficiente –no excesiva ni pedantemente sabionda– permite que el lector vea lo que tú ves. La siguiente fase del trabajo pasa por una revisión sistemática y detallada del texto para que el conjunto tenga coherencia, algo que, normalmente, requerirá no una, sino varias y repetidas agotadoras revisiones. Finalmente, llegamos a la fase de limpieza, eliminando todo lo superfluo, las hojarascas que siempre reflejamos en un primer impulso pero que, desde el punto de vista del lector, distraen y aburren. Normalmente, entre un diez y un quince por ciento de lo escrito debe eliminarse. Este es un proceso doloroso, porque, para el escritor, eliminar párrafos y frases es como matar a un hijo no nato, pero es absolutamente preciso para que el lector –la razón última de la obra cuando se publica– entienda con fluidez lo que se dice, para que se entretenga y para que disfrute de su contenido como quien, cuando lo escribió, lo hizo.

– ¿Puede decirse entonces que el libro está ya listo para publicarlo?

– El manuscrito original hay que dejarlo reposar una vez hecho todo lo anterior, releerlo y comprobar si te gusta como lo hizo entonces, darlo a leer a una o varias personas de confianza y con criterio, para, a partir de ahí, decidir si enviarlo a la editorial o no.

– Max, ¿crees que es importante utilizar la figura del corrector profesional? Me refiero a que todo escritor ha de saber escribir bien, ¿no?

– El autor puede ser un genio, pero el corrector es Dios en el libro. Existen muchos matices lingüísticos que se nos pasan o que no conocemos porque han cambiado, formas de expresar lo que se dice mediante puntos, guiones, tildes o separatas, que le dan una mejor vida al texto, lo hacen más coherentes en su expresión y lo aproximan más al lector. No hay nada más ridículo que un buen escrito con faltas ortográficas o de estilo.

– ¿Cuál es tu escritor preferido?

– Antes pensaba que lo tenía claro. Primero fue Valle Inclán, después Gabriel García Márquez, más tarde me impresionó J. D. Salinger –cuando leí «The Catcher in the Rye»–, a continuación, quizás, J. Steinbeck. Más tarde me llegó Manuel Chaves Nogales con su «Juan Belmonte, matador de toros», y tantas otras como «El maestro Juan Martínez que estaba allí», con su estilo natural, desenfadado y fluido contando las peripecias de aquella pareja de flamencos viajando por una Europa en guerra. Luego, el inolvidable Stephan Zweig, con sus relatos y ensayos literarios preñados de un estilo conciso, rico de expresión y rotundo, y, más recientemente, Stephen King me impresionó cuando suelta ese torbellino expresivo, y, a veces desordenado, pero siempre cargado de un dinamismo apabullante. No sé, cuanto más leo menos claro lo tengo, todos me gustan por algo. El estilo literario que prefiero es, en todo caso, aquel que es conciso, que se ciñe a la trama sin irse por las hojarascas –aunque así lo hace S. King y, no obstante, me apasiona–, que es dinámico, que mantiene la atención del lector y que utiliza términos coloquiales, no demasiado vulgares, simplemente el que utiliza la gente en la calle. ¡Quítenme a los eruditos que escriben para sí mismos y a los escritores farragosos, por favor!

– ¿Por qué utilizas seudónimo?

– Siempre que leo un libro, sea del tipo que sea, lo primero que hago es conocer al autor, algo sobre su vida, sobre su obra, cómo piensa –ideológicamente, se entiende– o a qué se dedica. Luego, a través del cristal de ese prisma de conocimiento, lo leo. Creo interpretarlo mejor así, con ello trato de ver qué pone de sí mismo en el texto, de su posible opinión o de sus prejuicios en el texto, pero es un error. Eso puede ser válido para valorar las credenciales del autor cuando se trata de libros de historia, por ejemplo, o, por supuesto, para temas político-sociales, pero no para los relatos, los ensayos, las novelas o los libros de ficción. Utilizando un seudónimo, yo intento que el lector se enfrente directamente al texto tal cual, libre de prejuicios o de afinidades y, si se atreve o le interesa, desde el relato puede tratar de interpretarme a mí. Me parece una forma más honesta de escribir. Los seudónimos se han empleado a lo largo de la historia por muchas razones: por discriminación (caso de las hermanas Bronte, como George Sand…), por miedo (Descartes, Máximo Gorki…), por dinero (Balzac, por ejemplo), por razones familiares (Pablo Neruda cuyo nombre era Ricardo Eliecer Neftalí), o quizás para distribuir el trabajo (Carmen Mola). Mi caso es similar al de Elena Ferrante a quien nadie conoce con precisión y quien, si es cierto que la entrevistaron, dijo que prefería que el lector, si puede, la descubriese a través del libro, pero sin estar ella por medio. Es una forma de leer más libre.

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