No es normal ver cientos de vacas retintas y cornilargas —las abuelas en la distancia de las Longhorn tejanas—, retozando al sol junto al mar en el mes de mayo. Hay poca gente, eso es cierto, pero más que suficiente para que se marchasen asustadas por el deambular de los domingueros junto a ellas. Ocurre que, desde tiempos remotos, han tomado posesión del territorio, ya forman parte del paisaje, y consideran que el litoral marítimo les pertenece tanto como a nosotros, y ejercen —con buen criterio—, su derecho de propiedad.
El litoral de los atunes —Barbate, El Palmar, Los Caños de Meca (con el Faro de Trafalgar vigilando el horizonte marítimo), Zahara de los Atunes, Bolonia (y sus ruinas romanas de Villa Rosario, besadas durante la pleamar por la espuma del mar), Punta Paloma y, hasta llegar a Tarifa, es un ambiente ideal para dejar navegar libre la mente, e imaginar las historias más apasionantes de una novela de corsarios y piratas. En ella, un atrevido grumete, le grita soberbio al rey de los mares: ¡Poseidón, te lo ordeno, pon a mis pies La Gran Caracola Marina, que quiero hablar directamente contigo!